Texto publicado en el número 6 de la revista Mami (aquí, su perfil de Facebook)
Parque
urbano a media mañana. Prácticamente desierto. Solo algunos bebés
en los columpios o en sus sillas, acompañados, en su mayoría, por
alguna abuela o abuelo.
Hora
de entrada o salida del cole. Muchas madres, algunos padres y un buen
puñado de abuelas o abuelos acompañando a los peques.
Sala
de espera de una consulta de pediatría. También son mayoría las
madres, algunos padres, pero tampoco aquí faltan los abuelos
acompañando al nieto o nieta asaltado por alguno de los virus
invernales.
Conversación
entre dos mujeres jóvenes, madres y trabajadoras. Ambas se ven en la
necesidad de acudir a la oficina fuera del horario laboral, y también
del escolar, para atender a un cliente que solo tiene esa hora
disponible. En estos tiempos, la sola posibilidad de perder a un
cliente es algo inasumible.
- Yo dejaré a los niños con los abuelos, una vez más, dice una de ellas.
- Yo no tengo comodines _se lamenta la otra, con gesto agobiado, pero resignado_, así que no tengo más remedio que llevarme a la niña conmigo a la oficina y sentarla en una mesa con papel y lápices de colores, para que se entretenga.
Los
abuelos se han convertido en una suerte de comodines para las parejas
jóvenes trabajadoras y con hijos pequeños. En demasiados casos, la
conciliación laboral es un término que queda muy bien en las
propuestas electorales e incluso en textos legales, pero no pasa de
ahí. La frecuente realidad es que las brutales cifras de paro, la
precariedad de un porcentaje elevado del empleo que se está creando
y el miedo a perder el puesto de trabajo cuando tan difícil
resultaría encontrar otro, hacen que el trabajador se resigne a
estirar las jornadas laborales y recurra a los abuelos, comodines
para todo.
El
horario flexible o el teletrabajo son rara avis en un mundo laboral
como el nuestro, aun prisionero del presentismo y que convierte la
conciliación en espejismo, que siempre se persigue pero nunca se
alcanza, especialmente en el caso de las mujeres.
Y
así, tanto quienes se ven obligados a utilizar los comodines como
los que no pueden recurrir a ellos, tienen la sensación de que
tienen que jugar con cartas marcadas. En el anverso hay brillantes
imágenes de vida familiar, trabajo gratificante y conciliación
fácil. Pero en el reverso solo hay un dibujo gris, monocolor,
monótono y estresante.
¿No
había ahora un Parlamento plural, obligado al diálogo, deseoso de
llegar a acuerdos y con notable presencia de nuevos políticos que se
autodefinen como la voz de la calle? Por ahora, no hay noticias de
que la conciliación haya pasado de los programas a los pactos.
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