Intentar lo que los hoy abuelos hacíamos de niños para
divertirnos probablemente implicaría más de una multa. Montar como
diversión una batalla a pedradas con una pandilla rival, engancharse
en la trasera del bus urbano o de los camiones que subían
renqueantes la pronunciada cuesta de la calle en que uno vivía, o
construir presas con tierra del parque y llenarlas con agua de la
fuente del mismo recinto para romperlas y dejar que el agua bajase
como un torrente para esperar escondidos a que llegase un sofocado
municipal a buscar el origen de la riada, eran algunos de los
inocentes entretenimientos en una época en la que las calles,
de tráfico escaso, eran escenario habitual de juegos y los niños
iban solos al cole desde edades muy tempranas.
Los que hoy son padres pudieron ya disfrutar de
columpios, toboganes y alguna torre, en ocasiones incluso con suelo
de arena por la que paseaban libremente los perros.
Eran frecuentes las aristas, los tornillos flojos o
las maderas astilladas. Pero los críos disfrutaban igual y apenas
había accidentes de importancia.
Esos niños de ayer, convertidos en padres o
abuelos, contamos felices las peripecias de nuestra infancia, pero no
dejamos a nuestros hijos o nietos ni un momento, los acompañamos
siempre al cole, no les perdemos de vista mientras juegan y los
cubrimos de cascos, rodilleras y coderas para patinar o andar en
bici. Lejos quedan los tiempos de frenar con los pies o andar casi
siempre con las rodillas sangrantes por las caídas.
Es cierto que el tráfico de hoy no es el de hace 30
o 50 años y que los medios de comunicación y las redes sociales nos
bombardean con historias de niños desaparecidos y con vídeos que
alertan sobre la extrema facilidad de conseguir que un pequeño se
vaya con un desconocido. Pero todo apunta a que nos pasamos en el
afán de protección.
Quizá, como algunos apuntan para justificarse, sea el recuerdo de
las travesuras cometidas y del peligro que corrimos inconscientemente
uno de los factores que alimentan esa hiperprotección. Dejarles un
poco más de libertad para que asuman riesgos razonables puede ser la
solución mientras el problema no pase de ahí. Más preocupante es
la obsesión de algunos progenitores por apartar a sus vástagos de
toda clase de situaciones con carga negativa, pensando que los
protegen mejor cuando están impidiendo que generen recursos propios
frente a situaciones de conflicto.
Ahora que comienza el curso a lo mejor es el momento
para que nos apuntemos a algún cursillo _perdón, a unas sesiones de
coaching, qué antiguo soy_ para aprender a no proyectar
constantemente el aliento sobre las nucas infantiles a nuestro cargo.