Comentario difundido en el programa <Voces de Galicia>, que dirige Isidoro Valerio en Radio Voz, el 30 de septiembre del 2015)
Lo de Artur Mas sí que es ir de victoria en victoria
hasta la derrota final. Ha hecho gala a lo largo de los últimos años
de ser el más demócrata, el que más saca las urnas a la calle. Ha
hecho votar a sus ciudadanos varias veces, cada vez con peor resultado, y ha provocado una profunda
división en la sociedad catalana en su deriva hacia el
independentismo. ¿Todo para qué? Para estrellarse al final.
En
el 2010 Convergencia i Unió tenía 62 diputados, a solo cuatro de la
mayoría absoluta. Para lograr una mayoría nacionalista precisaba
los 10 votos de Esquerra Republicana. Pero no le bastaba. Quería una
mayoría absoluta propia, sin depender de otros. Convocó elecciones y le salió al revés de lo que pensaba.
De 62 escaños bajó a 50, mientras Esquerra subía de 10 a 21. Es
decir, les regaló el voto de un buen puñado de ciudadanos que,
puestos a optar por independencia, preferían el original a la copia.
Pero
Artur Mas no cejó en su empeño de convertirse en el líder que
condujese a su pueblo hacia la ansiada independencia. No dudó en
romper la coalición con Unió, con quien Convergencia Democrática
de Cataluña llevaba décadas de fructífero matrimonio. Consiguió
formar una lista unitaria con Esquerra y volvió a convocar
elecciones. Eso sí, escondido en el número 4 para no rendir cuentas
de su gestión y evitar las salpicaduras de la corrupción.
Otro fiasco. De los 71 escaños que sumaban los dos grandes partidos
nacionalistas en 2012 bajaron a 62. De tener una mayoría absoluta
holgada a depender de una fuerza antisistema como la CUP, que saltó
a diez escaños.
A
Mas aun le salían las cuentas para seguir en su empeño. Tuvo que
ser la CUP quien le recordarse que el independentismo no logró el pasado domingo el 50% de los votos, con lo que no había legitimidad para
seguir por esa vía. Y, de paso, exigieron un candidato a la
presidencia de la Generalitat limpio de salpicaduras de corrupción.
En
solo tres años, pasó de los 62 escaños de CiU a poco más de 30 si
se cuentan los diputados que el domingo obtuvo Convergencia. De poder
gobernar solo a depender, primero de Esquera y ahora de la CUP.
Dividió
y hundió a su partido. Impulsó a sus principales rivales. Dividió
a la sociedad catalana. Y logró que aquellos a los que, sin
quererlo, hizo grandes, le espetasen en la cara su rechazo. Digno
colofón a la carrera plagada de éxitos del heredero de Jordi Pujol.